domingo, 2 de mayo de 2010

Una mala comida.

Masticaba algo pesado con un sonrisa agria de lado. Algo como un chicle, algo que llevaba haciendole bola mucho mucho tiempo. Algo que no quiso ir tragando poco a poco y ahora debía hacerlo de golpe.

Se acordó de esa traumática situación que todos los niños pasan con sus madres en los que el hecho de comer un plato de verdura conlleva una puesta en escena digna del mejor de los dramaturgos y una actuación no parca en sentimiento que siempre acaba con un niño llorando y su cara bañada en mocos intentando tragar una bola de lo que unos minutos antes fue un delicioso plato de aquello que recomiendan todos los médicos y demás entendidos en dieta sana.

Lo suyo no era comida. Era algo mental. Estaba tragando aquella idea que tanto le había costado asumir. Hay mucha gente que debería alguna vez tragarse su orgullo, otros muchos las palabras que dicen, pero lo que más cuesta es cuando algo pasa de ser una idea a ser un hecho y te encuentras totalmente indefenso y desprevenido.

Ese es el momento importante, donde tienes que ser dueño de tu propia vida y asumir las cosas como vienen, sin rodeos, sin darles la espalda. Por que entonces, eso que no quisiste ver, aquello que no te gusto, se hará una bola pastosa y dura de tragar y al pasar por tu esofago sentirás una sensación muy desagradable de axfisia y entonces, justo entonces, cuando pienses que ese es un buen momento para morir la bola bajará. Y una vez haya pasado te dolerá durante algún tiempo pero al poco habrá pasado.

Únicamente tienes que asumirlo y aprender que la próxima vez lo comerás aun estando caliente y con aspecto "presentable" y no dejarás que haya otra bola grande.

Él acababa de experimentar esa sensación. Se encontraba inmovil en mitad del cementerio. Sus padres habían muerto. De repente una lágrima recorrió su mejilla y rapidamente la secó. Tenía 13 años.

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